El Mundo al Instante...
23 de enero de 2017
Federico se inclinó sobre su mochila, sacó una pistola, estiró la diestra y jaló el gatillo una y otra vez: cayeron la maestra y tres de sus compañeros de salón en la escuela secundaria. Se puso la pistola en la cabeza y disparó de nuevo, uno, dos, tres, hasta que recargó el arma y se pegó un balazo. Fue el primero en morir.
Alguien, indebidamente, subió el vídeo de la agresión a las redes sociales. A todos se nos estrujó el alma con aquellas escenas desgarradoras. Las autoridades comenzaron de inmediato a enviar sus condolencias, encabezados por el presidente de la República. Pobres papás, pobres maestros, pobres todos, pero ninguna voz sobre políticas de prevención.
¿Cómo llegó Federico a esa, brutal determinación? ¿Despertó aquella mañana con sed de sangre o lo planeó con antelación? ¿Dónde obtuvo la pistola? ¿Será que su comportamiento no denotó síntoma alguno? ¿Papá, mamá, los maestros y sus mismos compañeros convivían con él o simplemente compartían su espacio?
Federico puede ser reflejo de los tiempos que le tocaron vivir. Nació y creció en un México violento donde la vida no vale nada, los muertos se suman y multiplican cada día en diferentes estados de la República; en nuestro país vecino los tiroteos en las escuelas son moda y están a la orden del día y, los videojuegos que seguramente lo ocupaban premian a quienes más gente matan y lo hacen con mayor violencia.
Hoy, tras este lamentable suceso, nos preguntamos si no ayudamos a Federico a jalar del gatillo, si la desidia en asumir nuestras responsabilidades familiares, cívicas y sociales no motivaron el grado de depresión en que se encontraba, si acaso esa pérdida de valores que nada nos preocupa no le pusieron en las manos el arma homicida?
¿Sabemos qué hacen nuestros Federicos que tenemos en casa, somos ejemplo de su conducta, cumplimos con educarlos, atenderlos, acompañarlos y amarlos, o nos preocupamos más por nuestro trabajo y por nosotros mismos? ¿Sabemos que ven en internet y con quiénes se comunican, les ponemos un límite o manejamos la idea mal concebida de los derechos de los niños y nos escudamos con ella para no actuar en su momento y la forma más adecuada?
¿Será que ni los padres, ni los maestros, ni los condiscípulos detectaron en Federico algún síntoma de depresión, aislamiento, bajo rendimiento escolar, irascibilidad o apatía, o acaso sí y pusieron oídos sordos? Nada es más dañino que la incomunicación, ni nada más reconfortante que el cariño y la atención.
Hagamos un ejercicio, ocupemos por un instante el lugar de aquel adolescente o en el de sus padres, repasemos nuestras responsabilidades y nuestra conducta, miremos hacia nuestro interior y el de nuestras familias, recorramos nuestro entorno y fijémonos bien si de verdad estamos cumpliendo con nuestra parte en esta vida pues ese cumplimiento es, precisamente, la clave para acabar con los Federicos.
Nota escrita por
Manuel Triay
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"Aparece un cómplice en la balacera escolar"