Transformados en bestias

20 de julio de 2016

Transformados en bestias

En silencio, un día sí y el otro también, dos recatadas mujeres recorren el largo pasillo del edificio de Juicios Orales, hasta la Sala 7 en la que ocupan dos butacas y ahí permanecen varios minutos. No miran, no hablan, con los dedos van desgranando un rosario hasta concluir el rezo diario y luego abandonan el lugar, con el mismo recogimiento con que llegaron.

La Sala 7 alberga las audiencias en las que se juzga a los psiquiatras Pablo Santos García Gutiérrez y Enrique Lara González, presuntos autores de uno de los crímenes más horrendos de que se tenga memoria.

De aquellas dos mujeres, entradas en años, una es la madre de Pablo Santos. No se quedan a las audiencias, sólo rezan y se retiran; casi nadie repara en ellas, aunque es posible volverlas a ver en horas del mediodía cuando la señora Gutiérrez llega bolsita en mano: es la hamburguesa que almorzará Pablo.

 ¿Qué pedirá en su rezo diario, un milagro? Seguramente no cree nada de lo que inculpan a su hijo, ninguna madre podrá imaginar nunca que su pequeño pueda cometer un crimen, y menos en la forma infrahumana como cortaron la vida de Felipe. ¿Qué alguna duda pueda albergar su corazón?... Es posible, pero Dios nuestro Señor cuidará de Pablo. ¿Y si lo condenan? … Ha de ser por la injusticia de los hombres. Así razona una madre.

Yo no tengo el corazón de Pablo, yo sí entiendo el sufrimiento de su madre y le pido al Dios que ella le reza que sea misericordioso, que la ayude en su dolor y le dé la resignación necesaria para soportar la condena que al hijo se le viene encima, condena doble: la social y la del Creador, que es remunerador y como tal seguramente será inclemente.

Puedo entender al asesino por imprudencia, puedo entender a quien en un arranque de ira priva de la vida a un ser humano, pero jamás podré comprender cómo alguien puede, con alevosía, ventaja y traición asesinar a nadie.

Y le pido al Dios de la mamá de Pablo sea misericordioso también conmigo a la hora del juicio, pues no podré perdonar a aquel par de seres inhumanos que narcotizaron a Felipe para dejarlo indefenso, que lo asesinaron y desangraron para que el cadáver aguante más mientras resolvían su destino, que lo desmembraron para deshacerse de él, con el que durmieron cinco noches.

Señora Gutiérrez: no serán los jueces quienes le causen ese dolor de ver a su hijo condenado a la pena máxima, no será tampoco la sociedad, será su propio hijo y le digo de corazón que, mientras no entienda cómo un ser humano puede convertirse en bestia, no sabré perdonarlo.

 

Mérida, julio de 2016

 

Manuel J. Triay Peniche

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